Aún no hemos terminado de contar a nuestros muertos, y todavía seguimos en medio de una guerra incierta, pero a diferencia de otros conflictos que ya hemos vencido en el pasado, no, hoy no peleamos unidos. Mucho queda por decir sobre las culpas: gobierno y pueblo, ricos y pobres, costeños y serranos, grupos e individuos. Pero en el fondo, el origen de nuestro particular predicamento es más trascendente.
La corrupción, la desconfianza y el nepotismo, plagan el cuerpo político de nuestra república y, todavía peor, la sociedad civil decrépita ya no puede suplir las fallas del poder político formal como en otras épocas.
El virus se nos metió por las heridas abiertas. ¿Cómo podemos sorprendernos del desfalco en los hospitales del país, de la coima y el arreglo en lo público, y de la renuncia sin fecha y los atrasos en lo privado?, ¿Qué tipo de gobierno puede dirigirnos si las cuotas políticas son admitidas públicamente y no existe continuidad en el servicio público?, ¿Cuáles son las soluciones científicas y el programa político que pueden ser producidos donde los partidos suelen ser fachada electoral y los movimientos clubes de soberbios amigos? La cuestión más dolorosa es la cívica.
¿Dónde están los grandes patricios que quebraban y morían luchando por algo, valientes incluso si se beneficiaban?, ¿Por qué no hay un frente unificado en contra de un enemigo que no discrimina? Duele el solo tratar de responder.
No todo es así, conozco a buenos políticos y líderes civiles. He visto, y se que no estoy solo, a partidos e instituciones públicas buscar una mejor manera, pero si seguimos ignorando estas preguntas que nos gritan nuestros muertos, solo nos puede esperar lo peor. El nuevo coronavirus se irá, pero las viejas enfermedades nos seguirán carcomiendo los huesos, hasta que se cumpla la profecía de la “Azucena de Quito”.