En época de pandemia, los puntos que más nos caracterizan serían las dudas que nos asaltan en esta “nueva normalidad” y el uso de las mascarillas. El tiempo que ocupábamos para adornar nuestro semblante antes de salir de casa se ha relegado al camuflaje; la desinfección y demás preocupaciones que nos procuren un día más de salud. Me pregunto si esta acción de cobertura en algún aspecto nos homogeniza, y si es así, ¿qué sucede con el concepto que tenemos de “la belleza”?, ¿será que este artefacto tiene en alguna medida la posibilidad de anularnos al cubrir la pieza anfitriona de nuestro ser (el rostro)?
Hace muy poco empecé ejercicios “forzados” en bicicleta para desplazarme de un lugar a otro, y en el recorrido por la calle me percate que el sonido de las palabras debido al uso del tapabocas se tornaba un tanto incomprensible y creaba confusión al no reconocer al emisor (a). Esto me llevó a pensar que los gestos por ahora han sido postergados por el contacto visual con otros conductores o peatones con la intención de comunicar, convirtiendo (en ese contexto) a mi mirada en una especie de direccional, incluso (por primera vez un conductor activó sus guías cuando vio mis ojos puestos en ellas al intentar cruzar la calle). Inmediatamente me cuestioné sobre si realmente ¿una mirada vale más que mil palabras?, y ¿qué palabras?, ¿cómo reconocer en la brevedad accesos oculares?. Por otro lado, ¿qué hay de esa idea sobre que “los ojos son la ventana de nuestra alma” en esta eventual y para nada simbólica forma de comunicación?, ¿cabría la posibilidad de malas interpretaciones?, ¿será acaso difícil separar la acción de mirar a los ojos, de la noción de posibles lecturas del alma, develamientos de la profundidad del ser o algún entrecruce de complicidad?. Mientras voy manejando mi bicicleta, advierto miradas que no intentan comunicar nada, solo están ahí observando mi presencia, y esa acción inevitablemente provoca (dependiendo de la actitud corporal de la otra persona) cierta tensión e incertidumbre al sentirme hurgada con una intención desconocida por el otro.
Sin duda, el ejercicio de mirar a la otra persona debería presentarse como un reto, que interpele la forma en que lo hacemos, con el fin de efectivizar las maneras en que interactuamos, sin caer en un acto invasivo y aprovechando para desarticular las narraciones sensibleras con las que muchas veces se ve afectado el recurso de la mirada.